domingo, 16 de mayo de 2010

Naciones

No porque se repita incansablemente a raíz de la pronta llegada del Bicentenario, la idea de nación ha sido siempre la misma y una sola desde el comienzo de los Estados nacionales. Por ende, lo que los héroes de una nación han encarnado, también difiere con el transcurso del tiempo, con el desplazamiento de los ideales y paradigmas de cada cultura. Regresando a las Crónicas Asturianas, esta interrelación indisociable entre territorio, unidad política y unidad cultural se expresaba de un modo bien particular. Lo interesante sería ver cómo los mismos factores se conjugan hoy en lo que distintos medios nos quieren dar a entender como nación chilena, pronta a cumplir a 200 años de vida independiente. ¿Es independiente? ¿Existe sólo una nación en el territorio? ¿Podemos hablar de un solo Chile, de una unidad cultural, asociada indisociablemente a una unidad política y cultural homogénea e indiscutible?
Para el reino de Asturias la nación se podía resumir en el concepto de Cristiandad. Esta implicaba una unidad religiosa, sujeta a un territorio que a su paso, expandía sus fronteras. Era la expansión de la fe y del espacio, por lo que eso tenía profundas implicancias políticas. Gracias a esta unión, el mapa de Europa occidental se modificaba constantemente: con ello queda clarísimo el interés que reyes y grandes señores tenían en la sublimación de héroes que no solo encarnaran la lealtad política, sino que estuvieran impregnados de una fe cristiana que inspirara a los habitantes de esa nación.
Si bien, la idea de nación que se pretendía quedara bien delimitada a lo largo del relato histórico, sabemos que no todos los habitantes del territorio asturiano se sentían parte de él: los pueblos vascos y galos irrumpían constantemente en el reino, pues aún cuando compartían el espacio, no compartían la cultura; grupos o facciones políticas también generaban divisiones al interior de los reinos cristianos, y la importancia de dichos movimientos es lo que, en parte, dio forma a la diversidad de reinos que a lo largo de la Edad Media fueron surgiendo en la Península: Castilla, León, Navarra, Aragón, y muchos otros.
Lo que ocurre es que los intereses de un rey, o de un grupo determinado asentado en el poder, no siempre coinciden con los del pueblo al cual gobiernan; más aún, no siempre alcanzan a comprender la enorme diversidad cultural, expresada en infinidad de experiencias cotidianas, que en un mismo territorio se vive. El espacio es más bien un escenario en el que confluyen ideales, certezas, creencias, juicios, de todo tipo, no siempre coincidentes entre sí. Finalmente, la idea de nación a la que todos remiten y sienten en común, es más bien fabricada por quienes comparten el interés de crearla, y lo logran, por ejemplo, a partir del relato histórico. Eso hizo el reino de Asturias, y eso también se hace hoy. ¿O no?

Los héroes del pasado, un reflejo del ayer

Dar vida a un héroe es el resultado de un proceso doble: por una parte, se debe recopilar todo aquello que se quiere elevar, rememorar, y ponderar como valores supremos y absolutos, casi indiscutibles. Por otro lado, se debe construir el relato en el que cada uno de esos elementos se irá superponiendo en la figura de aquel individuo, aquel hombre que es más que un hombre, pues es un modelo para la sociedad que lo revive en tanto lo recuerda. Antes que cualquier otra cosa, nuestro héroe debe estar muerto, no olvidemos eso.
Chile escogió a aquellos hombres que honraron la idea de patria, que defendieron los valores católicos y tradicionales de los que la nación chilena quería hacerse eco; fueron aquellos hombres que lucharon en alguna engrandecida batalla en la que el destino mismo de la patria, de sus fronteras y de su ‘pueblo’ estaba en peligro. Por supuesto que no aparece en la Historia de Chile algún detalle que oscurezca o contradiga la imagen pública que la heroicidad los ha llevado a la fama. Entre estos hombres, encontramos a Bernardo O’Higgins, a Arturo Prat, a Diego Portales. Estudiarlos nos ayudaría a entender qué pasa con nuestra sociedad hoy.
España, la España cristiana, también construyó sus héroes y no lo hizo solo desde la historia, sino que, interesante ejercicio, los transformó en tema literario. Quienes encarnaran la heroicidad a través de los siglos debían ser hombres profundamente cristianos, leales a su reino, a su rey, a su pueblo; a su vez, debían ser buenos señores –pues vasallos tenían- y, por supuesto, haber dado lo mejor de sí en grandes batallas contra el infiel, el musulmán. Debían ser la combinación perfecta entre compasión y crueldad, entre temor a Dios y al rey, y valor inigualable frente al enemigo. A medida que pasaba el tiempo, la literatura también los rodeó de magia, de apariciones, de sueños. Hablamos de Pelayo, de mio Cid, de Roldán, de los Infantes de Lara, de Santiago de Compostela, de Carlomagno, y de un largo etc.
¿Tendremos algo en común con aquella España medieval, que no sea sólo el idioma?

El uso de la Memoria

¿Cómo recordará la historia aquel terremoto que removió al país en Febrero del 2010? ¿Cómo se relatarán los ‘dimes y diretes’ que atravesaron el Congreso Nacional esta semana? ¿Dicha jornada parlamentaria quedará afuera de la historia nacional? ¿Caerá en el olvido? ¿Se omitirá el terremoto también de los anales de nuestra historia? Tomar posiciones frente a los hechos es muy fácil: asumirlos, ignorarlos o investigarlos, son todas estas, actitudes que cualquiera de nosotros puede realizar libremente, a cada instante, en la medida en que ocurren y nos enteramos de ellos. Anticipar, sin embargo, cómo estos quedarán plasmados en la historia para las generaciones venideras, no es tan fácil. De hecho, es improbable saberlo. Y es que, si bien formamos parte de la historia, la mayoría de nosotros no la construye (por mucho que deseemos con todas las fuerzas lograr algún grado de protagonismo en ella), pues a fin de cuentas, la historia no son los hechos, no son las causas y los efectos, no es el tiempo ordenado linealmente, todo tan coherente.
La historia es el relato de todo eso y mucho más: es un cuento, una narración, una historia que se transmite de ‘una’ forma, no de ‘cualquier’ forma; es un relato que se piensa mucho antes de llevarlo al papel; es un cuento que cuenta lo que quiere contar, aquello que no quiere que quede en el olvido, olvidando y omitiendo, a su vez, lo que desea que no se recuerde jamás. Entonces, se escoge aquella parte del pasado, (una mínima parte por cierto) que se plasmará en libros, textos escolares, leyendas, prensa, documentales, etc. Luego viene la acción de escoger la forma en que aquel instante se fosiliza en su escritura: No es lo mismo que nuestros nietos o bisnietos lean en su texto escolar que, en el año 2010 un gran terremoto no sólo removió a buena parte del territorio nacional, sino que además reveló la enorme solidaridad de un pueblo chileno unido, que proclamaba a grandes voces la igualdad y la fraternidad frente a momentos de crisis que, a fin de cuentas, no eran responsabilidad de nadie; sería distinto digo, a que leyeran, por ejemplo, que en el año 2010 un gran terremoto no sólo removió a buena parte del territorio nacional, sino que además, develó las tremendas injusticias y desigualdades en las que gran parte de la población coexiste diariamente a lo largo y ancho del país; que dicho terremoto dejó en evidencia las profundas irregularidades en las fiscalizaciones de la construcción urbana, sobre todo en comunas y barrios de bajos y medianos recursos, problemáticas que pudieron haberse evitado dado que la responsabilidad de estas y otras situaciones recaía en grupos sociales, políticos, burocráticos, económicos, etc.
Ninguna de ambas narraciones miente, ninguna, sin embargo, es inocente al momento de transmitir su relato. Se escogió qué decir; y se escogió también cómo decirlo. La carga valorativa de los hechos va implícita en el texto y se transfiere al lector sin que este logre darse cuenta. Ahora bien, no sabemos cuál será esa carga que se transmitirá a las generaciones futuras respecto a los acontecimientos del 2010; tampoco sabemos quién transmitirá nuestra historia. No sabemos qué se contará, cómo se contará ni quién lo contará. Es la ignorancia inevitable del presente cuando intenta encarar su futuro. Quizá por eso no nos cansamos de mirar hacia el pasado, pues ahí, al menos, logramos vislumbrar el ‘futuro’ de cada época. Les tengo un gran ejemplo de todo ello.
En el siglo IX, los reinos cristianos que lograron permanecer en la península Ibérica después de la invasión musulmana en el territorio, necesitaron de una potente campaña política, -además de importantes ejércitos- para poder mantener la estabilidad del reino. Resulta que como los herederos al trono de la monarquía visigoda habían muerto en la batalla en la que los musulmanes arribaban en la península, la rebelión al poder árabe surgió de un caudillo que, si bien, fue nombrado rey, nada impedía que sus descendientes fueran derrocados por otros caudillos. Por eso, el reino de Asturias, que surge de la rebelión de Pelayo en el siglo VIII, para fines del siglo IX debe afirmar su posición en el territorio. Aunque sería mejor decir que no es el reino, sino el rey Alfonso III, el que necesita mantener su poder de modo más legítimo. ¿Cómo lo hizo? Fácil, contando la historia, contando SU historia.
Mandó a redactar las llamadas "Crónicas Asturianas" en las que se va relatando la historia del reino visigodo, la invasión de los musulmanes, la rebelión de Pelayo en la batalla de Covadonga y el surgimiento del reino de Aturias. Pero no lo contó todo, y lo que contó no lo hizo de cualquier modo. El retrato que recibimos de Pelayo, aquel caudillo que fundó el reino que Alfonso III desea mantener bajo control, es el retrato de un verdadero héroe: un hombre cristiano, valiente, honrado, sabio. Verdadera encarnación de todos los valores que la cultura hispano-medieval ponderó durante siglos. Dicha figura se transmitió por generaciones, como ejemplo de valor y grandeza, modelo a seguir por reyes y fieles al reino. Concretamente, lo que se puede apreciar en estas crónicas es la conducta que, se espera, sigan todos aquellos dignos de llamarse cristianos del reino de Asturias: se promueve la lealtad a la fe -en caso de que a alguien se le ocurriese convertirse al Islam-, así como la lealtad al poder real -en caso de que a alguien se le ocurriese instaurar una guerra civil-.
Hasta ese momento, el relato de lo ocurrido en la Batalla de Covadonga y otros tantos sucesos ocurridos en los siglos anteriores en la Península, se había transmitido de modo oral. Alfonso III no sólo llevó el recuerdo a la ecritura, sino que, más importante aún, la controló. Controló la memoria, la utilizó y la sistematizó exitosamente, pues ¿qué héroe no se parece al Pelayo de la Crónica de Asturias? Mio Cid, Roldán, Santiago, son todos ellos los héroes que la gente común y corriente mantuvo en su memoria durante siglos a través de la literatura y el folklore español. Está demás decir que mientras avanzaba el tiempo, avanzaba también la frontera de este reino y en su exito frente al musulmán, no hay guerras civiles que se recuerden, o al menos, que destruyeran las posibilidades de triunfo.